En ABC cultural del sábado 10 de noviembre, nada menos que a cuatro páginas, se ofreció la reseña del libro del “hispanista” Michael Seidman, “La victoria nacional”. En él se recoge de otro autor “el tema sensible de la violación sistemática de mujeres republicanas en la zona nacionalista”. Sin más pruebas, casos, ni detalles.
No sé a qué mujeres republicanas puede referirse. Si a las mujeres de quienes lucharon en las filas republicanas, lo que es una falsedad, porque mi madre fue una de ellas y también lo fueron todas las señoras que vivían en el cuartel de guardias de asalto y de seguridad del Paseo de Maragall (Barcelona). Puedo asegurarle que ni una sola fue molestada, ni siquiera cuando acudía a la cárcel de San Elías –anteriormente, checa–, para visitar a su marido pendiente de “depuración”.
Si se refiere a las milicianas que combatieron en las trincheras a favor de la República, en los primeros meses de la guerra, es sabido que hubo que retirarlas porque causaban más bajas entre sus compañeros de trinchera por sífilis y enfermedades venéreas que las balas enemigas. Se las llamó “las ametralladoras”. No creo que, acabada la guerra, nadie se acercara a ellas con ánimo lascivo.
Es posible, en fin, que se refiera a la quincena de republicanas que yo conocí en Consuegra (Toledo). Eran mujeres con la obligación de presentarse diaria o semanal-mente en el cuartelillo de la Guardia Civil, en espera de ser juzgadas. Los cinco guardias civiles –máxima autoridad militar del lugar– eran hombres casados y con hijos de once a catorce años, compañeros míos. ¿Quiénes y en dónde iban a violarlas?
La España del 39 era eminentemente agrícola y campesina. Cuando un destacamento nacional entraba en un pueblo, un bando ordenaba la entrega de todo tipo de armas y que se presentaran en el ayuntamiento los familiares de los asesinados por los milicianos. Estos familiares señalaban a quienes los habían arrancado de sus hogares. Si se conseguía detener a alguna miliciana asesina, no se la violaba ni torturaba. (En los pueblos se llegaba a saber todo). En ocasiones, a las tales se las fusiló aquel mismo día. En las ciudades, los ritmos eran más complicados: búsqueda y captura, cárcel, juez, veredicto… Pero en las cárceles de mujeres, ni el director ni los capellanes permitieron que las presas fuesen violadas. ¿Cómo asegurar “la violación sistemática de las mujeres republicanas”?
En Consuegra, los republicanos fusilaron a 125 varones. Ni siquiera los milicianos se atrevieron a violar a las carmelitas descalzas ni a las hermanas de la Consolación. ¿Qué idea quiere este “hispanista” que se formen de los españoles sus lectores norteamericanos?
Sí está probado que en zona roja se violó a algunas mujeres –monjas jóvenes–, a unas forzándolas y a otras con un palo o con el cañón del fusil y que a dos de ellas –las hermanas Lourdes y Rosa Bosch Massó, dominicas de Gerona– les cortaron los pechos. Y a su hermano Carlos, por no querer ver aquella monstruosidad, le sacaron los ojos. (Ver “El hábito y la cruz”, de Gregorio Rodríguez. EDIBESA. Madrid, 2006, pág. 296). Pero fueron crueldades excepcionales, no sistemáticas, en las 289 religiosas asesinadas.
También podría hablar sobre otra gran mentira que se vierte en dicho libro: “los soldados nacionalistas compartían sus raciones con hambrientos prisioneros republicanos, a veces antes de que les pegaran un tiro”. Un asesinato tan burdo llevaba al autor o autores al pelotón de fusilamiento. El “historiador” desconoce totalmente estricta disciplina que regía en las trincheras nacionales. Solo así pudo ganarse la guerra.
Otro “hispanista” norteamericano, Ken Follet, en su último libro “El invierno del mundo”, afirma que la mitad de los españoles eran analfabetos durante la monarquía, porque “muchos párrocos evitaban enseñar a leer a los niños, por miedo a que más adelante tuvieran acceso a libros socialistas”. No me explico cómo pueden escribirse y editarse tales mentiras.
No sé a qué mujeres republicanas puede referirse. Si a las mujeres de quienes lucharon en las filas republicanas, lo que es una falsedad, porque mi madre fue una de ellas y también lo fueron todas las señoras que vivían en el cuartel de guardias de asalto y de seguridad del Paseo de Maragall (Barcelona). Puedo asegurarle que ni una sola fue molestada, ni siquiera cuando acudía a la cárcel de San Elías –anteriormente, checa–, para visitar a su marido pendiente de “depuración”.
Si se refiere a las milicianas que combatieron en las trincheras a favor de la República, en los primeros meses de la guerra, es sabido que hubo que retirarlas porque causaban más bajas entre sus compañeros de trinchera por sífilis y enfermedades venéreas que las balas enemigas. Se las llamó “las ametralladoras”. No creo que, acabada la guerra, nadie se acercara a ellas con ánimo lascivo.
Es posible, en fin, que se refiera a la quincena de republicanas que yo conocí en Consuegra (Toledo). Eran mujeres con la obligación de presentarse diaria o semanal-mente en el cuartelillo de la Guardia Civil, en espera de ser juzgadas. Los cinco guardias civiles –máxima autoridad militar del lugar– eran hombres casados y con hijos de once a catorce años, compañeros míos. ¿Quiénes y en dónde iban a violarlas?
La España del 39 era eminentemente agrícola y campesina. Cuando un destacamento nacional entraba en un pueblo, un bando ordenaba la entrega de todo tipo de armas y que se presentaran en el ayuntamiento los familiares de los asesinados por los milicianos. Estos familiares señalaban a quienes los habían arrancado de sus hogares. Si se conseguía detener a alguna miliciana asesina, no se la violaba ni torturaba. (En los pueblos se llegaba a saber todo). En ocasiones, a las tales se las fusiló aquel mismo día. En las ciudades, los ritmos eran más complicados: búsqueda y captura, cárcel, juez, veredicto… Pero en las cárceles de mujeres, ni el director ni los capellanes permitieron que las presas fuesen violadas. ¿Cómo asegurar “la violación sistemática de las mujeres republicanas”?
En Consuegra, los republicanos fusilaron a 125 varones. Ni siquiera los milicianos se atrevieron a violar a las carmelitas descalzas ni a las hermanas de la Consolación. ¿Qué idea quiere este “hispanista” que se formen de los españoles sus lectores norteamericanos?
Sí está probado que en zona roja se violó a algunas mujeres –monjas jóvenes–, a unas forzándolas y a otras con un palo o con el cañón del fusil y que a dos de ellas –las hermanas Lourdes y Rosa Bosch Massó, dominicas de Gerona– les cortaron los pechos. Y a su hermano Carlos, por no querer ver aquella monstruosidad, le sacaron los ojos. (Ver “El hábito y la cruz”, de Gregorio Rodríguez. EDIBESA. Madrid, 2006, pág. 296). Pero fueron crueldades excepcionales, no sistemáticas, en las 289 religiosas asesinadas.
También podría hablar sobre otra gran mentira que se vierte en dicho libro: “los soldados nacionalistas compartían sus raciones con hambrientos prisioneros republicanos, a veces antes de que les pegaran un tiro”. Un asesinato tan burdo llevaba al autor o autores al pelotón de fusilamiento. El “historiador” desconoce totalmente estricta disciplina que regía en las trincheras nacionales. Solo así pudo ganarse la guerra.
Otro “hispanista” norteamericano, Ken Follet, en su último libro “El invierno del mundo”, afirma que la mitad de los españoles eran analfabetos durante la monarquía, porque “muchos párrocos evitaban enseñar a leer a los niños, por miedo a que más adelante tuvieran acceso a libros socialistas”. No me explico cómo pueden escribirse y editarse tales mentiras.