miércoles, 22 de febrero de 2012

Grandes Viajes: Seréis como Dioses

…“Y seréis como dioses”, cuenta el libro del Génesis que susurraba el demonio a Adán una y otra vez, para que mordiera la manzana traidora y se convirtiera así en alguien al mismo nivel que Dios.

Pero quiso Dios que fuera Eva la primera que sacó la propaganda del buzón: Y… ¡mira, cariño, qué manzana tan rica! ¡Anda, dale un mordisquito! Y es que ¡fíjate! ¿Sabes lo que regalan? ¡¡Vamos a ser igual que Dios!!

Adán, facilón él, mordió, y así le entró en el cuerpo el gusano de la soberbia. Ya no sólo Adán, sino todos sus sucesivos hijos quisimos tener la identidad divina. Sin embargo, la Historia se encarga de repetirnos cómo cada intentona deificadora termina en una estrepitosa catástrofe. Aspiramos a llegar a lo más alto y colocamos así escalón tras escalón… Cuando creemos ya que vamos a tocar el cielo con la punta de los dedos, ¡zas!, todo se viene abajo como un castillo de naipes. Pudiera ser que los ángeles, molestos porque empezáramos a hacerles cosquillas en las plantas de los pies, fueran con cuentos al Jefe, y sea esa la causa de episodios como el de la torre de Babel y otros por el estilo.

Pero no todo nuestro esfuerzo ha sido baldío, no; los primeros peldaños quedaron bien fijos, y en ellos hemos seguido apoyándonos para poner un poco más guapa a nuestra querida especie. Si no podemos ser como dioses, intentaremos, por lo menos, parecernos a ellos; y así, lo primero que se nos ocurre es quitarnos de encima el castigo bíblico del trabajo. ¡Es tan molesto el sudor en la frente!

Y empezó el hombre a idear artefactos que le evitaran parte del esfuerzo, ya que no podía eliminarlo del todo. Inventó la palangana, la rueda, la polea… ¿Pero y la energía? Bueno, pues dale que te pego, piedra contra piedra… así hasta las centrales nucleares.

Volvió el maligno a incordiar -que para eso es su oficio-: Oye, hombre primitivo, ¿qué piensas hacer con el prójimo cuando te estorbe? Pues empezó con la honda, y… ¡fíjense ustedes en la que estamos ahora!

Pasan siglos y siglos, y el ser humano, que sigue acusando el molesto cansancio, inventa el robot: una máquina que le sustituye en los trabajos más duros: grúas, brazos mecánicos, elevadores… Se han perfeccionado tanto, tanto, que existen ya artilugios electrónicos capaces de dirigir orquestas y componer música.

Sin embargo, aquello de “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” seguía aguijoneando a la creatividad humana y, de paso, a su soberbia, y se dijo el hombre a sí mismo: “Si no creo otro ser igual que yo, es que no soy nada. Y nació el humanoide: un robot con aspecto humano, capaz de tareas propias de nuestra especie.

Si en nuestro lado del mapa un gran contingente de emigrantes atienden a nuestros mayores y menores, no ocurre lo mismo en la otra cara del mundo: en Japón fabrican humaniodes que realizan estos servicios. Hay ya ayudantes de enfermería, chachas que cantan nanas y cuentan a los papás las travesuras de los peques, asistentas por horas, etc.

Hasta aquí el lado luminoso de la cuestión; pero al lado de la luz, aparece siempre la sombra. En este caso, la zona oscura consiste en que estamos condenados a repetir conductas. Así, los humanoides, consecuencia de nuestros anhelos de divinidad, hechos por el hombre a su imagen y semejanza, quieren también emularnos, y para ello se humanizan hasta tal punto que…¡nos resultan tan terriblemente semejantes algunas veces! Lean si no esta noticia aparecida en un diario local nada sensacionalista:

EXTRAÑO CRIMEN CIBERNÉTICO. Un sonido raro como de sirena avisadora atronó a los vecinos del número 24 de la calle de San Buenaventura, en la urbanización Los Romerales, al norte de la capital, en la madrugada del 7 de abril. Siguió un ruido atronador, estridente, con chirridos como de aparatos metálicos que se estrellasen contra el suelo y una especie de grito sostenido, un lamento largo que recordaba al gemido humano. Avisada la policía, encontró en el jardín central un amasijo de hierros humeantes. Del siniestro montón escurría un líquido aceitoso de irisaciones rojizas. Taparon aquello con un plástico y llamaron al ingeniero jefe de una fábrica metalúrgica cercana”.

Al final de la noticia, se leía la dirección electrónica de una página web “para saber más”. Consultada ésta, nos encontramos con la entrevista hecha a la familia de la casa en donde se originó el conflicto.

Se trata de una numerosa saga familiar en la que conviven tres generaciones. Para atender a los mayores y a los más pequeños se decidió recurrir a la robótica. Así entraron en la familia dos humanoides, bueno dos “humanoidas”, de origen japonés, especializadas en labores hogareñas. Eran idénticas; su nombre técnico es C7PO, pero ya en la casa, recibieron los nombres de Shuny y Nakoya. Su fuselaje exterior era tan perfectamente disimulado que parecían dos pizpiretas doncellitas.

Parece ser que el hecho de recibir nombres distintos dotó a cada una de características diferentes en su comportamiento. Shuny se mostraba cariñosa, atenta y eficiente, mientras que Nakoya resultó ser la pobrecita una calamidad. Cambiaba las ropas y las comidas de los niños con las de los abuelos…, bueno, bueno.

Una tarde, al volver los padres del trabajo, se encontraron a los ancianos saltando y bailando, mientras cantaban a voz en grito: “A beber y a apurar…” Tres vasos vacíos sobre la mesa despedían su aroma inconfundible. ¿Qué rara afición habían adquirido los sensores olfativos de Nakoya? ¿Estarían averiados? Se quejaron al servicio técnico, y éste les remitió al manual de instrucciones.

Resultado lógico: Nikoya entró en coma técnico aparentemente irreversible. Hubo de ser ingresada con urgencia en la URM (unidad de restauración metálica intensiva). Diagnóstico: en su escáner no se encontró un tornillo indispensable para su comportamiento lógico, y hubo que pedirlo a Japón.

De vuelta a casa, empezó a manifestar algo así como manías de comportamiento, entre ellas, una feroz animadversión hacia Shuny: le escondía las pilas, la empujaba cuando se cruzaba con ella, para que derramara la sopa… Una tarde, Shuny estaba cantando una nana al más pequeño; el bebé sonreía embelesado. De repente cambió el escenario. El angelote comenzó a berrear con rabia, y la melodía celestial se convirtió en una retahíla de palabrotas, emitidas con un sonido siniestro. Entró en el cuarto otro hermano algo mayor, que no pudo evitar un grito de terror: Nagoya había arrancado la cofia, la peluca y los ojos de Shuny, de tal forma, que los cables, muelles y orificios oculares le daban un aspecto terrorífico. Había, además, conseguido cambiarle el disquete de la nana, por otro que soltaba aquellos disparates malsonantes. Apareció la abuela, y con una ingenuidad completamente senil, decía toda lacrimosa: -Pobrecita, no la riñáis; si es que se está dando cuenta de que la hacemos de menos. Por eso se enfada tanto.

Y llegó la fatídica mañana del 7 de abril. Los resortes de ambas chirriaban y los muelles saltaban de su sitio, oscilando muy deprisa. Parecía que estaban discutiendo. Al borde de la ventana, enredadas entre muelles, cables y tornillos, mantenían un equilibrio tan precario que se precipitaron al vacío y dieron con sus hierros en el santo suelo.

Los restos metálicos del cibercrimen quedaron depositados en el taller de reparaciones del servicio técnico, para la autopsia mecánica. Días después, la familia leía el informe oficial: “Las cajas negras recuperadas ponen de manifiesto los oscuros sentimientos de Nakoya hacia Shuny y el detonante final del siniestro: en la pantalla frontal de Nakoya, elemento esencial para su comunicación con el exterior, no se ven los signos característicos del lenguaje robótico, sino que aparece grabada una palabra de origen humano, muy humano, vieja como el mundo; la palabra madre de todos los agravios, esa que se dicen las mujeres antes de agarrarse del moño. Al conjuro del “palabro”, se enredaron los cables y saltó el calambrazo”.

¿Caín y Abel? La historia se repite, como se repiten también en los humanoides las habilidades y flaquezas del hombre. Nuestras criaturas han dado un paso gigante en la consecución de su semejanza con el ser humano de siempre, el de toda la vida. ¡Sí, señor!

María Jesús Fernández Luengo
Licenciada en Ciencias Químicas
De la Tertulia Literaria del CDL

 
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