lunes, 29 de abril de 2013

Tres deseos


En un pueblecito escondido entre los pliegues de unas enormes montañas vivía una mujer llamada Mara que durante muchos años había sido el centro de la familia, la sabia de la familia, el alma de la familia, la consejera, la cuidadora y el paño de lágrimas de los miembros del clan.
Llegado el momento, había recibido con amor a la esposa de su hijo y heredero, y cuando el nietecito nació, llenó de gorjeos y alegría el hogar. Pau crecía sano y robusto y una tarde que lo contemplaba dormido en su cunita pensó que había llegado el momento de la delegación. Tan sólo había que esperar a la primavera, cuando los caminos limpios de nieve se volvían transitables. Subiría con sus compañeras al Templo y quién sabe si recibiría la gracia de entrevistarse con el Señor y hacer realidad los tres deseos. Entonces dejaría que la esposa de su hijo ocupara el centro en el hogar.
Las últimas semanas del invierno las pasó entregada a sus tareas, incrementadas con el trabajo de recoger sus pertenencias y habilitar el cuarto en la buhardilla que pronto sería su sitio. La primavera eclosionó fuerte, las laderas de las montañas se llenaron de flores, los vientos huracanados dejaron paso al céfiro y el cielo se volvió azul. La ascensión al templo estaba lista. Cinco mujeres iniciaron la subida en plena noche, debían estar en el edificio antes del amanecer y tan sólo una de ellas sería tocada por el primer rayo de sol y podría presentarse ante el Señor.
Mara no mostraba ninguna señal de impaciencia ni nerviosismo como sus compañeras. Había llegado a esa edad casi sin darse cuenta, su vida transcurrió como las aguas de un río, a veces bravas, llenas de obstáculos que vencer, otras cadenciosas y serenas; también atravesó momentos y  paisajes maravillosos…, pero ahora, llegado el tiempo del retiro y la quietud se había anclado en los recuerdos resistiéndose a aceptar la realidad. Ella no era en absoluto la candidata idónea para verse la cara nada menos que con el Señor del Templo y tener el privilegio de pedirle los tres deseos que sin duda le serían concedidos.
Concluida la ascensión, las cinco mujeres fueron conducidas a la torre más alta y colocadas frente a una amplia ventana que se abría hacia el Este. Observó cómo sus cuatro compañeras  se habían pintado la cara de colores para atraer sobre sí la primera luz. Mara tan solo dejó que unas lágrimas rodasen por su mejilla cuando comenzó a clarear el horizonte, emocionada como siempre, por el maravilloso espectáculo del amanecer. El primer rayo se posó sobre su rostro y por un instante arrancó brillos de diamante de sus ojos cansados. Había sido la elegida, durante tres días habitaría en el templo y al cuarto sería llevada ante el Señor para formularle los tres deseos: uno para la comunidad, otro para su familia y otro para ella misma. Durante esos tres días de recogimiento y reflexión sólo podría recibir a  tres personas.
El primer día recibió al alcalde, quien le entregó una  lista de necesidades que se resumía en dinero para esto, dinero para lo otro... El segundo pidió que le llevaran a su nieto Pau y  pasó todo el día jugando con el pequeño mientras contemplaba embelesada cada uno de sus gestos, al contarle los cuentos que tanto habían gustado a su hijo en la infancia. El tercero lo pasó acompañada de su amiga del alma con la que, como ella decía, hablaba de lo de aquí y de lo de allá.
El alcalde salió desesperado de la audiencia, pues no consiguió arrancar ni una sola promesa de una buena cifra que solucionase los múltiples problemas que aquejaban a la pequeña comunidad. Mara le despidió con un simple: “Ya veremos”.
El pequeño salió llorando y volviendo la cabecita hacia la mujer y mientras gritaba “¡Ela, Ela!” alargaba hacia ella las manitas, aunque al momento se le vio reír consolado por sus padres.
La amiga del alma salió serena, como había entrado, y feliz por las horas que habían pasado juntas en los jardines, entre las flores y los pájaros, charlando sin parar.
La última noche Mara se recogió pronto. No tenía ni idea de cuáles serían los tres deseos que formularía a la mañana siguiente ni le importaba, dormiría profundamente y al amanecer estaba segura de que, como siempre, las dudas desaparecerían. Rezó sus oraciones, apagó la luz y se durmió.
Se levantó temprano y esperó el momento del encuentro. La sala era espaciosa y clara, todo estaba limpio y el ambiente era puro. Los pasos, bajo la enorme bóveda, sonaban cadenciosos. Esperó en mitad del salón preguntándose cómo sería el Señor.
Una puerta se abrió y acto seguido entró un hombre enfundado en un chaqué blanco impecable, era alto, de complexión atlética y edad indefinida; jovial y dicharachero, departía con el joven, con pinta de ejecutivo, que lo acompañaba. 
Enseguida se dirigió a Mara en tono afable y tranquilizador, como si la conociese de toda la vida:
–Enhorabuena, Mara, este año has sido la elegida. Ven, siéntate un momento a mi lado. Mara obedeció sumisa. Una poderosa mano derecha se posó dulcemente sobre las manos de Mara para contener el aleteo de la emoción, y la voz se alzó firme:
–No tiembles, mujer, aquí estoy para complacerte. Mi secretario tiene preparada la chequera y tú no tienes nada más que, sin miedo, comunicarme tus deseos. Pero vayamos por partes. ¿Para la comunidad cuánto necesitas, qué me pides? 
Mara, apenas con un hilo de voz, respondió segura:
–Quiero, Señor, que erradiques la pobreza.
–De acuerdo –dijo el Señor–, ¿cuánto?
–No me he explicado bien, no quiero dinero, el dinero se termina y yo pretendo que de aquí en adelante en mi pueblo nadie pase necesidad nunca más y todos tengan lo necesario.
–Concedido –dijo el Señor con un gesto de extrañeza–. Esto no le va a gustar al señor alcalde, él espera dinerito fresco… Continúa, tu hijo y tu nuera querrán dar una buena educación a su hijo. Además les gustará  mejorar, comprar tierras, etc. Y todo eso vale mucho dinero ¿tú dirás?
–Para mi familia quiero armonía –respondió con firmeza la mujer–,  porque con armonía hay amor, perdón, generosidad, equilibrio…
–¡Hmmm! Extraño deseo. Todas piden palacios, joyas… Concedido. ¿Y para ti?
–Señor, quiero una cantidad de… 
–Hombre, al fin –gritó el Señor alborozado cortando el discurso a Mara– ¿Qué cantidad?
–Te pido una cantidad infinita de aceptación –respondió serena la mujer.
Al oír esto el Señor se volvió hacia su ayudante y le ordenó marchar. Una vez solos se dirigió comprensivo a Mara:
–Mujer, es difícil, ¿verdad?
–Muy difícil, Señor, decir adiós a tantas cosas que han llenado mi vida, a la juventud, al protagonismo… y dejar paso a los jóvenes, volverme invisible… duele.
–Pero también es hermoso –añadió el Señor–, contigo lo hicieron.
–Es verdad, pero entonces yo era joven, estaba llena de ilusiones y de fuerzas, lo veía natural y…
Mara calló, el Señor la rodeó con sus brazos y ella reclinó la cabeza sobre su ancho y plano pecho. Se hizo el silencio.
Transcurridos unos minutos el Señor volvió a hablar:
–Aunque no es lo normal, pídeme otro deseo para ti. ¿Una joya tal vez?
–No, Señor –replicó Mara–, deseo con toda mi alma que cuando llegue el momento del adiós tú estés junto a mí así cómo estás ahora y me acompañes, ¿sí?
–Así será, hija mía. Disfruta de los tuyos, sé feliz con lo que tienes, admira lo creado para ti y vete en Paz.


Rosa María Calderón
Licenciada en Historia
De la Tertulia Literaria del CDL 

 
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