El río que pasa cerca de mi refugio en La Mancha se llama Mundo; y, quizá sea casualidad, pero el nombre del río y las montañas que rodean el valle me han hecho desear siempre ver mundo, rodearlo, abrazarlo… Y en esas sigo, pese a mis años y a cierta dificultad física motora.
De pequeña, era el deseo de descubrir veredas y caminos, y llegar a la cima de una montaña para poder ver pueblos, gentes rebaños, riscos, agua, plantas y cielos limpios. Después de mirarlo todo, descendía a lo que me parecía más interesante. Charlaba con quien me encontraba y, a veces, me paraba a fumar un cigarrillo liado que me ofrecía un pastor o mediero. Terminaba buscando el camino de vuelta a casa de la abuela, agotada y feliz.
Cuando crecí, ese deseo se mantuvo hasta hoy. Siempre he estado dispuesta a viajar; sola o con alguien querido. Hoy empiezo a plantearme, mal que me pese, a viajar en grupo, aunque la idea no me apasiona.
Mi pasión por viajar para descubrir lugares nuevos o recordar otros conocidos no lo entienden muchos de mis amigos; y me dicen: -“¿Por qué no vas a una playa y estás tranquila leyendo y te pones morena? Ya tienes edad para descansar”. Quizás tengan razón; pero yo me pregunto: ¿Hay una edad fija para descubrir lugares nuevos?
Desde siempre, cuando viajo me acompaña una sensación de contento que transmito a las gentes con las que me encuentro. Hago amigos que quizá no vuelva ver… Coincido con lo que expresa Javier Reverte, en su libro Los caminos perdidos de África: “…en los viajes, amigos que haces y luego pierdes, afectos que crecen y se desvanecen poco a poco…Quizás sea la mejor manera de sentir amistad, porque en el camino, cuando nos encontramos con otros viajeros, damos lo mejor de nosotros mismos y nadie pone sus rencores y sus angustias sobre la mesa. Eso lo dejamos para la vida cotidiana. Puede que sea esa una de las más hondas razones por las que nos gusta viajar: escapar de cuanto hay en nosotros de mezquino y doloroso”.
Araceli Villalba
Catedrática Filología Inglesa
De la Tertulia literaria del CDL
