Merodeando y machaconamente por mi pueblo y los históricos acontecimientos que en tan lejanos tiempos le imprimieron carácter, fisgando aquí y allá en archivos y bibliotecas, hojeando documentos y legajos muchos de ellos muy atropellados y no tanto por su evidente y lógica vejez, que está bien a la vista, si no más por nuestra legendaria indolencia cultural, y la de los gobernantes de casi todos los tiempos, aún se han encontrado algunos que nos han de compensar de esta desdicha.
Los marqueses de Mondéjar y Cervantes.
De ellos voy a ocuparme hoy, teniendo en cuenta dos motivos importantes que predisponen a su favor; uno por la cercanía física a mi pueblo, Loranca, de sus protagonistas (12 km. nos separan de Mondéjar) y su conexión una vez más con “la vida y milagros” de don Miguel de Cervantes y su posible estancia en alguna o algunas ocasiones entre mis antepasados loranqueños, precisamente en la casa de Jesús del Monte, posesión de los jesuitas de Alcalá de Henares.
Documentos que una vez más han de ir acompañados inevitablemente de las hipótesis a que nos obliga don Miguel a todos cuantos cometemos la osadía de inmiscuirnos en su vida privada tan llena de sombras, barreras y obstáculos, como lo corroboran tantos y tan ilustres cervantistas, citando hoy como ejemplo a Jean Caravaggio, cuando dice: “incluso durante meses y años perdemos su rastro” aunque añadiendo “a medida que se afinan las herramientas de análisis y se multiplican los ángulos de acercamiento los textos cervantinos nos entregan una multitud de ideas insospechadas sobre su autor debiendo volver por tanto a ellos para buscar en la obra al menos, si no al hombre, si aquello cuanto sea susceptible de iluminarlo”.(Prólogo de su obra “Cervantes”. Espasa Calpe).
En nuestro caso este texto cervantino está en su entremés La Cueva de Salamanca, porque dice así:
Y nuestro conjurador
Si es a dicha de Loranca
Tenga en ella cien mil vides
De uva tinta y uva blanca.
Con estos versos que desde un principio he venido utilizando como bandera, tengo ya el fundamento y los cimientos para construir consolidar la idea de que mi trabajo de investigación cervantina de estos últimos años ha podido contribuir también a iluminar un poco esas sombras, buscando y rebuscando “en sus porqués” por archivos y bibliotecas y tratando de averiguar cuales fueran las circunstancias o las motivaciones que le indujeran a apuntar en el conocido entremés el nombre propio de un pueblo concreto como Loranca y no el de otro cualquiera. Y aquí recordaré a Andrés Trapiello, cuando dice en su libro “Las vidas de Miguel de Cervantes”: “Podemos asegurar que en cada centímetro cuadrado de lo que habla puso el pié, si no el alma”.
Pues bien en el trabajo que hoy presento vamos a caminar, junto a tan ilustres personalidades como fueron Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco (1503-1575) poeta y diplomático e Iñigo López de Mendoza y Mendoza, su sobrino (1512-1580), III marqués de Mondéjar y IV conde de Tendilla y naturalmente sin dejar de lado a nuestro don Miguel, pues estuvo relacionado con ambos y (aunque tangencialmente) con ellos y alguno más en Loranca.
Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco nació en Granada en 1503 y falleció en Madrid en 1575, una vida muy larga para aquellos tiempos. Como otros varones de su tiempo e igual que su padre fue un verdadero hombre renacentista. Diplomático, militar y un excelente poeta, hizo probablemente estudios en Salamanca y conocía bien el latín, griego, hebreo y árabe además de varias lenguas europeas, ayudado por su rica y bien dotada biblioteca de manuscritos latinos, griegos, arábigos y hebraicos formada por 813 cuerpos, a los que se suman unos dos mil impresos, todo ello donado en su testamento “un poco a regañadientes” a Felipe II para la biblioteca del Escorial.
Fue embajador en Inglaterra, Venecia y Roma y asistió como diplomático al famoso Concilio de Trento. Autor de una extensa obra literaria, entre la que destacamos La Guerra de Granada y últimamente (y al parecer ya sin género de dudas), La vida de Lazarillo de Tormes, según los documentos descubiertos por la paleógrafa Mercedes Agulló y Cobo y el razonamiento muy verosímil de Carlos Keller Rueff.
Pues bien, por tan ilustre y célebre personaje es evidente e incuestionable, que Cervantes sentiría una gran admiración y estima a juzgar por todo cuanto nos ha dejado escrito en alguna de sus obras como por ejemplo en el libro sexto de La Galatea , el episodio donde nos describe las exequias del pastor Meliso (identificado desde siempre como don Diego) o un poco más adelante y junto a una larga lista de otros ilustres personajes versificando y ensalzándole con entrañable laudo por sus méritos: “Un Don Diego se me viene a la memoria / que de Mendoza es cierto que se llama / digno que solo del se hiciera historia / tal, que llegara allí su fama”. etc. O con el soneto que encontramos en la edición de las Obras del insigne cavallero Don Diego de Mendoza, impresa en Madrid el año 1610: Soneto “Miguel de Cervantes a Don Diego Hurtado de Mendoza y a su fama“. “En la memoria vive de la gentes / varón famoso, siglos infinitos / premio que le merecen sus escritos / por graves, puros, castos y excelentes. etc.
Por último y gracias a los estudios y trabajos de tan prestigiosos cervantistas como Francisco Rico y Alfredo Blecua quienes nos aseguran que hasta incluso la dedicatoria o prólogo de la citada edición es de Cervantes:“que la intervención de Cervantes en la publicación de dichas obras no se queda en el soneto que recibió el honor de encabezar los elogios a Don Diego si no que alcanza a la misma iniciativa, compilación y objetivos del volumen” Francisco Rico-El Texto del Quijote.(Valladolid M M V).
Puesto que La Galatea se publicó en 1584, y en ella hace Cervantes tan elogioso y lisonjero laudo a don Diego y, de nuevo, pasados nada menos que 26 años (año 1610) vuelve a repetirlo incluyendo la dedicatoria o prólogo de sus obras, hemos de admitir por lógica que en algún tiempo pudieran haber estado en contacto bien a solas o bien acompañados por otros Mendozas, con Loranca por medio.
Muchos fueron sus servicios prestados a la Corona, como alcaide de La Alhambra cuando sustituyó a su padre, o embajador de Felipe II en Roma ante el papa Pío V (1560-62), o su participación en la lucha contra los moriscos de Granada sublevados en 1569. Capitán general en 1571 y virrey de Valencia de 1572 a 1575.
Y a quien hoy presentamos exclusivamente por su nombramiento como virrey de Nápoles, un importante pero muy difícil destino que desempeñó de 1571 a 1575, periodo en el que tuvo lugar la captura y consiguiente cautiverio de Cervantes por los piratas argelinos, cuando regresaba a España en la galera Sol; trágico acontecimiento en el que nuestro ilustre personaje virrey don Íñigo tuvo una involuntaria participación que pudo haber influido en el mal desarrollo de aquel suceso.
La captura, según el cervantista Juan Bautista Avalle-Arce, “es el gozne sobre el que se articula fuertemente toda la vida de Cervantes, pues pasa de ser el heroico soldado de los tercios de Italia que culmina con sus triunfos en la batalla de Lepanto al burócrata proveedor de víveres de la Armada Invencible; lo cual pudo influir afortunadamente para que se volcase a la literatura que fue la solución providencial que el mundo siempre admirará”.
La trama de su tragedia fue urdida, inconscientemente por cierto, por dos grandes personajes de la época, uno don Juan de Austria, bajo cuyas banderas nuestro gran novelista siempre se glorió de haber militado y de quien como sabemos, traía a España cartas de recomendación. El otro asimismo también involuntario autor de la tragedia fue el virrey de Nápoles, don Iñigo López de Mendoza.
Nunca las relaciones de don Juan de Austria con los virreyes de Nápoles habían sido cordiales, pues cada uno de ellos tenía sus propios intereses. A don Juan, General de la Mar, le urgía sacar hombres y dineros de Nápoles para sus campañas por todo el Mediterráneo para consolidar el triunfo contra los turcos en Lepanto; por el contrario, a los virreyes napolitanos les preocupaba más la conservación de todos los hombres y dineros para la defensa de su propio territorio, amenazado igualmente. El choque entre esto dos personajes era inevitable y tuvo lugar sin duda cuando el marqués de Mondéjar denegó a don Juan de Austria la petición de la infantería española de Nápoles, para que protegiera las cuatro galeras que pocos días después habrían de realizar la peligrosa singladura como era navegar por el Mediterráneo hasta España. Solamente “le cedió tropa “del batallón” que según don Juan “ni es útil para en el mar, ni creo que para en tierra”. Es decir que el virrey quería armarlas con uso de soldados inútiles para acciones de mar e incluso de tierra; aunque en las disputas entre ambos, y según Escobedo en su carta a Felipe II, un día llegara el marqués “a reventar llorando de cólera”. Acabaron las negociaciones entre ambos. “Para que la partida fuera lo mas rápidamente posible levantaron hasta mil y quinientos hombres, que pueden ser una parte de ella foragidos.”
El marqués había desembarcado en Nápoles el día 10 de julio de 1575. Las cuatro galeras se cree que zarparon de Nápoles los días 6-7 de septiembre de este año.
Y como nuestro propósito no es detallar el desarrollo del apresamiento damos fin al trabajo recordando a cuantos se interesen por el tema que por don Iñigo y por su padre, este comentarista siente admiración, respeto y estima, al padre por su donativo a Loranca de 12.000 maravedíes para la construcción de la Iglesia y a su hijo, Luis Hurtado de Mendoza y Mendoza, por su visita a Loranca, en 1586-1587, para venerar las reliquias de Santa Leocadia cuando permanecieron en el convento-residencia de los jesuitas durante siete meses por orden expresa de Felipe II en su camino a Toledo pasando desde Loranca a Esquivias “en una comitiva en la que iba Cervantes” (Astrana Marín) y a su hija Catalina, por la donación anual de los 500 ducados a los jesuitas de Loranca.
Mariano Alcaraz Calvo
Doctor en Medicina