Él siempre se sentía insatisfecho e infeliz. ¿Por qué?, preguntáis. No era porque fuera pobre, que no lo era, pues disponía de lo suficiente para vivir con dignidad, ni porque no hubiera escogido desde su juventud creadora un trabajo congruente con la vocación en la que desarrollar su inteligencia, que le gratificaba mucho. ¿Por qué, entonces?, insistís. A los setenta años cumplidos, él no había encontrado respuesta. ¿Cómo podré dárosla yo?
Debe existir en el fondo del alma un no sé qué que se persigue y no se alcanza. ¿Se llama felicidad? ¿Y qué es la felicidad? Una tristeza infinita se le aposentaba en ese fondo del alma cuando se quedaba solo después de que le aprobaran las masas críticas lectoras un artículo bien escrito, o los oyentes de un poema se le rindieran a los pies y le besaran con unción las manos tras recitarlo a corazón abierto. Un corazón que él siempre desplegaba en cuanto exponía. ¿Serviría para algo eso en lo que se expresaba e involucraba por amor, únicamente por amor? Teatro, solo teatro, todo teatro. Y detrás de las bambalinas, las lágrimas corriendo sobre el rímel de la cara del payaso que era él.
Payaso se figuraba después de cada actuación y escritura baldías con las que no conseguía remover la conciencia de los espectadores y lectores a los que intentaba conducir a una acción reparadora y testimonial. ¡Oh, catarsis, y cuánto te disuelves y te escondes, hasta no verte reflejada en nadie, en ninguno! Porque él hablaba y escribía para todos y para cada cual, pero la respuesta resultaba inane, como si sus complacientes lectores y escuchadores vieran y oyeran llover leyéndole y escuchándole. Él, entonces, no tenía por menos que llorar y llorar. A solas. Para que no se dieran cuenta de su íntima decepción.
Y eso sigue así hasta hoy.
jueves, 12 de septiembre de 2013
El payaso de las bofetadas
Apuleyo Soto Pajares
Profesor, poeta y periodistas