jueves, 22 de septiembre de 2011

Un domingo diferente

Ya no sé si me mueve la esperanza o la tozudez. No puedo asumir la enfermedad de Magdalena: su cerebro, hasta ahora brillante y poderoso, empieza a navegar, cabeceando entre neblinas, y yo pienso en mil soluciones para desentumecerlo. Hoy, domingo, le llevaré la revista que hacen los chicos de la casa de acogida de la Comunidad. Espero que las fotografías en que aparecemos sus compañeras y algunos de sus antiguos alumnos hagan saltar la chispa milagrosa entre sus neuronas.


¡Cómo me gustaría tener poderes mágicos con los que recomponer esta cabeza tan válida, tan ejemplarmente volcada en ayuda de los demás! No es que regalara deseos eficacísimos de felicidad, es que se le escapaban sin querer por todos los poros de su piel.

Sí, quisiera restaurar su cerebro con el mimo y la veneración de un orfebre que pega todos los trocitos desperdigados de un jarrón valioso. He visto muchas veces el deterioro físico, paulatino, inclemente, fatal. Es posible que encuentre natural que la materia se desmorone, pero es la primera vez que veo cómo una vida tan bien cimentada se borra dentro de una cabeza empapada de niebla. Aún funciona, sí, y a veces da la sensación de normalidad; pero… algo se ha roto.

Parece como si el duendecillo de la vida no pudiera ya caminar entre los vericuetos cerebrales, porque algunas de sus más importantes indicaciones han desaparecido de las encrucijadas. Una desolada perplejidad se refleja, a veces, en la expresión algo perdida de sus ojos, que ya no tienen aquella lucecita traviesa de color azul turquí que hacía más divertido su piadoso tono celeste.

Dedicó años a preparar temas que sus alumnos absorbían casi sin respirar: historia, arte, literatura, ética, religión… Todo lo que pudiera iluminar el camino de aquellos niños sin hogar, cuyo punto de partida era confuso. ¡Con qué fervor insistía en su irrenunciable dignidad como personas! Con tal de complacerla, cualquiera de ellos hubiera querido convertirse en el ser excelente que ellas les presentaba.

Un día agorero, sentadas ambas ante el ordenador, me dijo, más sorprendida que asustada:

– ¿Pero cómo abro yo ahora esto?

Y ya todo se precipitó cuesta abajo: el gas que queda encendido, la comida que se enfría horas y horas en el plato… La memoria empieza a hacerse intermitente. Fue necesario internarla en una institución capacitada para este tipo de situaciones. Muy bien cuidada y atendida, sí, pero esto supuso un paso muy duro para la familia y dificilísimo de asumir por parte de la paciente.
La idea de la residencia, digamos terminal, se me ha presentado siempre como un fantasma temible y amenazador. Hoy, me he encarado con él, así, a pelo. Pregunté por mi amiga en recepción.

– Pase, pase, están en la salita; están todas cantando.

Habría unas quince personas, casi todas mujeres; varias de ellas en sillas de ruedas. Miradas perdidas, ojos inmóviles, expresiones extraviadas… Este hotel-residencia ofrece también servicio de día para discapacitados mentales. Quizá coincidiera mi visita con la hora y el lugar dedicado a ellos, y esa fuera la causa de que yo encontrara tan dramático un ambiente que, en otras circunstancias, no lo fuera tanto. Dos asistentes sociales, capacitadísimas, inventaban virguerías con tal de entretener a sus pacientes. Les habían repartido unas cuartillas con letras de canciones conocidas: “Como ave precursora de primavera, de primavera, en Madrid aparece la violetera, la violeeeeetera… Y así, hasta llegar al do de pecho: Que pregonando… ¡Qué trinos tan sostenidos! Mi amiga Magdalena se destacaba del grupo; conservaba su estilazo de siempre que la trascendía desde su interior; y ese aire “informal-formalito” de chica del Norte. Como si el primer dígito de su edad se hubiera medio borrado y en lugar de un ocho pareciera un uno; sí, quince y no ochenta y cinco.

Le mostré la revista, nos reconoció a todos y se enfrascó en su lectura. Yo, casi contenta, me dediqué a explorar el paisaje humano: una señora de edad indefinida, quieta, como de cera, mantenía los ojos pegados al suelo; a su lado vegetaba alguien bastante semejante, pero sus ojos no se desprendían del techo, parecían mariposas deslumbradas pegadas a la lámpara; la figura siguiente parecía respirar hondo: era una opulenta dama de aspecto bonachón, complaciente consigo misma y con el entorno, su mirada sonriente desprendía paz a raudales; a continuación, un señor grandísimo cuyo torso sobresalía medio metro del respaldo de la silla, hierático; en una esquina, una señora que en lugar de mirar auscultaba…

– Bien, ¿bailamos ahora? –dijeron con aire divertido las animadoras.
Y nos pusieron música de pasodoble. Apareció no sé cómo, en el centro de la habitación, una mujercita menuda de la que no se podría decir si era una niña disfrazada de anciana o de una viejecita infantilizada. Presentaba la actitud feliz de acoplarse a su posible pareja de baile.
– ¡Vamos! ¡Anímese usted, doña Rosa, con lo bien que baila!
Doña Rosa movió la cabeza a uno y otro lado, como un péndulo loco: ¡no, no!
– Bueno, ¿y usted? –dirigiéndose al señor enorme.

Él no contestó, torció la boca ligeramente: ¿mueca o sonrisa? De repente, la feliz matrona se levanta con un arranque de lo más inesperado.
– La abuela fuma, la abuela bebe, la abuela hace todo lo que ella quiere…
– ¡Si es que no ponéis nada moderno! ¡Solo antiguallas!
– La espontánea frisaría los setenta y algo. Vestía de oscuro en plan de abuelita convencional. Su aporte muscular, abundantito él, se repartía sobre su esqueleto de forma harto misericordiosa y se movía con esa gracia sobria y elegante de los cuerpos poseídos por el ritmo. La escena era un hisopazo de agua bendita en Domingo de Ramos. El ambiente se caldeó: los ojos deslumbrados se desprendieron de las bombillas; los que besaban el suelo levantaron, interesadillos, sus persianas…

Y salió el contrapunto. La señora adusta se levanta airadísima, casi gritando:
– ¡Pero qué horror! ¡Qué ordinariez! ¡Ni que estuviéramos en el Imserso! ¡No comprendo que puedan admitir en un sitio tan especial como este a gente de tan baja extracción social!
– Y tampoco a gente con tan poca caridad, como usted, señora – le contestó el señor grandote, apoyando el codo doblado sobre el brazo de la silla, en actitud de senador romano.
Llevaba un buen rato sin ocuparme de Magdalena. Había cerrado su revista, y ese matiz tan suyo de ironía piadosa volvía a brillar en el raro azul de sus ojos.

María Jesús Fernández Luengo
Licenciada en Filosofía y Letras
De la tertulia literaria del CDL

 
© free template by Blogspot tutorial